Quiero hablarles hoy como periodista.
Cada etapa de la vida o la historia de América tiene sus propios temas y sus propios desafíos. Hubo un tiempo, entre comienzos y mediados del siglo XX, cuando el tema fundamental de nuestros novelistas fue la naturaleza.
Cuando Luis Alberto Sánchez, desde la Universidad de San Marcos, lanzó en 1933 aquel anatema de “América sin novelistas”, como si el continente fuera un mapa aún sin explorar en la escritura, ya Rómulo Gallegos había escrito “Doña Bárbara” en Venezuela, Ricardo Güiraldes “Don Segundo Sombra” en Argentina y José Eustasio Rivera “La vorágine” en Colombia. Eran todas novelas que tenían, todas, un personaje principal inmenso, desafiante, misterioso e inagotable: la naturaleza, que era como decir la encarnación de América misma. América en sus selvas impenetrables, en sus ríos caudalosos que escondían en su origen majestuoso las altas cordilleras nevadas, costas ardientes, páramos desolados.
Después sería la sierra de José María Arguedas en “Los ríos profundos”, el páramo de Juan Rulfo en “Pedro Páramo”, los sertones de Guimaraes Rosa en “Gran Sertón: Veredas”, los mismos sertones de Euclides da Cunha, a los que volvería Vargas Llosa en “La Guerra del Fin del Mundo” y como volvió a la selva de la vorágine en “La casa verde”.
“La naturaleza definía los personajes, estaba viva en ellos, vivía por sí misma (…) La naturaleza se hacía sagrada en la imaginación”.
Para que hubiera personajes de carne y hueso tenía que haber un escenario, algo que era mucho más que un paisaje. La naturaleza definía los personajes, estaba viva en ellos, vivía por sí misma. Habría a lo largo del siglo XX suficientes pruebas para demostrar que la gran novela, que era el continente, tenía una legión de cronistas que se hacían cargo de la historia pública como motivo literario recurrente y que esa historia se desarrollaba en un territorio que tenía como principal atractivo acercarse a ella con reverencia, admirarla y temerla. La naturaleza se hacía sagrada en la imaginación. Pero, esa pasión por la naturaleza ya venía desde antes, el mito americano estuvo compuesto desde siempre por una mezcla de naturaleza inconmensurable, un territorio variado e infinito que por sí mismo era capaz de llamar a la leyenda y luego por una mezcla, infinita también, de gentes que era una urdimbre racial y cultural.
Lo que encandiló a los conquistadores europeos fue la majestad y la inmensidad variada de una naturaleza que vieron con ojos fantasiosos, quizá demasiado fantasiosos. Naipaul, el gran escritor de Trinidad, nos dice en “La pérdida de El Dorado” que los españoles no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas habían ya fantasías demasiado preexistentes. Eran hijos de la mitología, de las leyendas medievales, de los libros de caballería por mucho, que no poco de ellos, fueran analfabetos. Con el mejor de los aplomos, Colón escribe que el río Orinoco tenía su fuente en tres montes del propio paraíso terrenal y aquel ímpetu de aguas dulces que se fuerza en salir de la ensenada de garganta sobredichas al encuentro del flujo del mar que viene es de aguas que se precipitan de aquellos montes, según cita Pedro Mártir de Anglería al Almirante. Y también los cronistas hablan de la Antilia o Isla de la Siete Ciudades, que aparecía y desaparecía ante los ojos de los navegantes que iban por los archipiélagos del Caribe y un mar negro como de brea a 100 leguas de Panamá donde los peces cantaban con varia armonía y adormecían a los marineros.
Amazonas, fuertes y rotundas, uno de los pechos cercenados para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha, guardaban los caminos ocultos que llevan al Dorado. Un río portentoso y una selva igualmente portentosa fueron nombrados así por ellas, Amazonas, y un río de la muerte vieron también en Huancavelica, que de ser bebidas sus aguas se hacían piedra en las entrañas. Ponce de León pasaba de los cincuenta años cuando partió en busca de un río en cuyas aguas se volvían mancebos los hombres viejos porque quería curarse, él de primero, de los estragos del tiempo. Y como las pasiones de la imaginación son contagiosas, esta fama de la causa que movió a estos para entrar en La Florida, dice el cronista Herrera, movió también a todos los reyes y caciques de aquellas comarcas para tomar muy a pecho el saber qué río podría ser aquel que tan buena obra hacía de tornar a los viejos en mozos y no quedó río ni arroyo en toda La Florida, hasta las lagunas y pantanos, a donde no se bañasen y hasta hoy porfían algunos en buscar ese misterio.
“La exageración pasó a encarnarse desde entonces en nuestra literatura, pero la naturaleza americana nunca dejó de ser una exageración colosal”.
Aquellos que desmentían los hechos imaginados, armándose con la simpleza de la verdad, solo ganaban aversiones. Juan Pérez de Ortubia, enviado por Ponce de León delante suyo en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, al dar cuenta de sus averiguaciones dijo haber llegado a una isla grande y fértil y cubierta de magníficos arbolados, que tenía hermosas y cristalinas fuentes y abundantes arroyos que lo mantenían en perpetua verdura, pero que no había ninguna de ellas con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un anciano en lo vigoroso de un joven. Nadie le creyó. La naturaleza, como de edad vengadora, derrotaba a quienes buscaban prodigios penetrándola; la fuente de la eterna juventud en la península de la Florida o la ciudad del Dorado en la Guyana, con sus cúpulas de oro macizo y pavimentadas de esmeraldas, y muchos perecieron tragados por los ríos y comidos por las fieras en esos empeños. Y como lo que da la ambición más deslumbrante, nombraron a los territorios más conocidos que iban pisando o trataban de encontrar con nombres como La Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia. Así nació una narración al mismo tiempo que nacía un continente y desde entonces no ha sido posible separar la mentira de la verdad, que es el punto donde la escritura de invención alcanza su apogeo. La exageración pasó a encarnarse desde entonces en nuestra literatura, pero la naturaleza americana nunca dejó de ser una exageración colosal de la realidad y lo sigue siendo.
Luego, el progreso y la transformación material fueron la gran quimera del siglo XIX americano bajo el signo del positivismo europeo que tiene su muestra fundadora en “Facundo”, de Domingo Faustino Sarmiento. Civilización contra barbarie es ahora. Transformar al salvaje en civilizado y convertir a la naturaleza en fuente de recursos para la prosperidad son los dictados del positivismo. De acuerdo con ese canon, el hombre debe servirse de la naturaleza para conseguir el progreso y el bienestar, es el patrimonio que le ha concedido Dios y puede disponer de él libremente. Quemar bosques para plantar, agostar ríos, penetrar, violar esa santidad que para los habitantes originarios de América era parte de la concepción espiritual de su propia existencia. Hay que avanzar sobre la naturaleza, someterla, domesticarla, esta fue la orden de marcha.
Nuestros temas del siglo XXI, tanto para la literatura como para el periodismo, son otros: la corrupción, el narcotráfico, las migraciones forzadas y la protección medio ambiental frente a la deforestación inmisericorde, el abuso de los recursos naturales, las industrias extractivas, la minería contaminante, la extinción de las especies silvestres, la sobre explotación de la tierra cultivable, la agresión contra las fuentes de agua.
“Nuestros temas del siglo XXI, tanto para la literatura como para el periodismo, son otros: la corrupción, el narcotráfico, las migraciones forzadas y la protección medio ambiental”
Como soy contador de historias, quiero relatarles dos que tienen que ver con el entorno Centroamericano, ambas aluden a la naturaleza acosada y a la gente que busca defenderla de ese acoso despiadado y lo hace con su propia vida.
En Honduras suele circular listas de ciudadanos sentenciados a muerte, defensores de la naturaleza, promotores de derechos humanos, sindicalistas, líderes campesinos, dirigentes políticos y Berta Cáceres estaba a la cabeza de esas listas, hasta que la mataron. Cerca de la medianoche del miércoles 02 de marzo del año 2016, unos asesinos a sueldo entraron por la puerta de la cocina a su sencilla vivienda del poblado de La Esperanza en el departamento de Intibucá, la hallaron en su dormitorio y le pegaron tres balazos en el estómago. La sentencia firmada en las sombras había sido cumplida. Tenía un huésped alojado en la casa esa noche, el mexicano Gustavo Castro, director de una organización ambiental de Chiapas, quien había llegado a La Esperanza para dictar un taller de capacitación y a quien también atacaron a tiros en el cuarto donde se alojaba. Sorprendidos de encontrárselo ahí, pues creían que su víctima se hallaba sola. Al verlo ensangrentado e inerme lo dieron por muerto, pero sobrevivió para contar esta historia.
Berta Cáceres era líder de la comunidad lenca, uno de los pueblos centroamericanos de origen Maya asentado en los departamentos de Intibucá, Santa Bárbara, La Elvira y La Paz, al noroccidente del territorio hondureño, fronterizo con El Salvador, donde también viven de aquel lado comunidades lencas. Esta mujer, lúcida y valiente, que cuando la mataron tenía 45 años, había logrado crear un vigoroso movimiento de defensa de esos territorios y luchaba a brazo partido para evitar que se construyera la represa hidroeléctrica Agua Zarca en San Francisco de Ojuera, departamento de Santa Bárbara. Estaba previsto que el embalse utilizara agua del río Gualcarque, que para los lencas ha sido sagrado desde antes de la colonia, mientras que las tierras destinadas a ser inundadas las dedican a la agricultura de subsistencia divididas en pequeñas parcelas. Nunca fueron consultados por el gobierno acerca de este proyecto. En octubre del año 2013, uno de los dirigentes del movimiento, Tomás García, había sido asesinado en el curso de una demostración popular reprimida por el Ejército y Berta, acusada de rebelión y tenencia ilegal de armas, fue condenada a prisión, aunque luego sobreseída provisionalmente. La sentencia del tribunal le ordenaba también no acercarse al área destinada a la represa. Los lencas, bajo el liderazgo de Berta, lograron una victoria crucial cuando ese mismo año la transnacional china Sinohydro se retiró del proyecto, al igual que lo hizo el Banco Mundial. La compañía de capital hondureño Desarrollos Energéticos S.A., DESA, dueña de la concesión, se quedó entonces sola, pero siguió adelante.
En el año 2015, Berta recibió el premio Goldman, considerado como el Nobel verde, y cualquiera podía pensar que el renombre internacional que ganaba le serviría de escudo, pero en Centroamérica hay que desconfiar de las reglas del sentido común. El premio enfureció más bien a sus enemigos y la acercó a la muerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado al gobierno de Honduras que tomara medidas cautelares para protegerla, pero nunca lo hizo. Lo mismo ocurrió con otros diez ciudadanos, a favor de los cuales fue ordenada la misma protección, pero tampoco la recibieron nunca y terminaron asesinados.
“En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como el país más peligroso del mundo para aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza”.
Ante la dimensión del escándalo que trajo la muerte de Berta, el gobierno se vio presionado a actuar y fueron procesados judicialmente, entre autores materiales e intelectuales: el mayor Mariano Díaz Chavez, de servicio activo en las Fuerzas Armadas; el capitán Atilio Duarte Meza, en retiro; Douglas Bustillo, que había sido guardia de seguridad en la represa, y Sergio Ramón Rodríguez, gerente de temas sociales y medio ambientales del proyecto Agua Zarca. Hay un quinto implicado, Emerson Duarte, el hermano gemelo del capitán, en cuyo poder se encontró el arma con que fue cometido el asesinato. Los acusados no fueron capturados sino a principios de mayo de ese año y, de acuerdo con las pesquisas policiales, los registros de sus teléfonos celulares revelaron la existencia de mensajes cruzados entre ellos, que dejan constancia de la conspiración para el asesinato comenzada el 29 de enero. El 02 de marzo de 2018 fue capturado Roberto David Castillo, presidente ejecutivo de la empresa DEZA, la constructora de la presa, capturado cuando trataba de abandonar el país.
En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como el país más peligroso del mundo para aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza. Según la organización Global Witness, 111 activistas medio ambientales han sido asesinados entre los años 2000 y 2014. Los que se oponen a la destrucción de la selva para convertirla en pasto y tierras agrícolas, los que luchas contra la minería que envenena las aguas, y los que, como Berta Cáceres y tantos otros, han tratado de impedir la invasión de sus heredades ancestrales lo pagan con la vida, no solo en Honduras, y sus muertes quedan en la impunidad, la más de las veces.
Es lo que sigue ocurriendo en Brasil, en los estados de Mato Grosso Do Sul, Amazonas y Bahía, y en tantos otros países donde los indígenas que se niegan a abandonar sus tierras son asesinados por sicarios.
Otros muchos crímenes se han cometido desde entonces en Honduras y las listas de sentenciados a muerte siguen vigentes, engrosadas cada vez por nuevos nombres que reponen a los de los ejecutados. La debilidad institucional y la corrupción favorecen el sicariato y el narcotráfico, metido ya en las entrañas del Estado y hacen crecer la impunidad.
El pueblo mayangna, que en su propia lengua quiere decir simplemente “nosotros”, es el más antiguo en haberse sentado en territorio de Nicaragua y ahora habita junto con el pueblo misquito, igualmente milenario, la selva tropical húmeda de Bosawás, vecina al mar Caribe. Esta área fue declarada reserva de la biósfera por la UNESCO en 1997 y abarca veinte mil kilómetros cuadrados, es decir, el tamaño de la república de El Salvador. Junto con la reserva del río Plátano de Honduras, al otro lado de la frontera, representan juntas el patrimonio forestal más importante de Centroamérica y el segundo pulmón más grande del hemisferio después del Amazonas o de la Amazonía.
Bosawás es un rico y basto laboratorio de la naturaleza donde convergen la flora y la fauna del norte y del sur del continente americano. Contiene el 13% de las especies del planeta, más de 200 especies entre animales vertebrados e invertebrados y cerca de 300 especies vegetales. Todo un patrimonio de la humanidad. Pero, lo que debería ser una zona de amortiguamiento y contención, debidamente protegida, se ha convertido más bien en un teatro de saqueo despiadado: 42 mil hectáreas de bosque son taladas cada año para el negocio ilegal de maderas preciosas y la introducción forzada de la ganadería intensiva en tierras que no son aptas para los pastos por su débil capa vegetal.
Y mientras la frontera agrícola avanza, empujada por los colonos mestizos llegados desde la costa del Pacífico, y el negocio de la venta y asignación de tierras se encuentra en manos de mafias protegidas por el gobierno, que también tienen que ver con el narcotráfico, los mayangnas y misquitos son expulsados a la fuerza de su hábitat natural, que son las selvas y los ríos, sus aldeas son incendiadas y caen asesinados.
“La debilidad institucional y la corrupción favorecen el sicariato y el narcotráfico, metido ya en las entrañas del Estado y hacen crecer la impunidad”.
Cuando el gobierno de Chávez en Venezuela abrió la oportunidad de importación de carne nicaragüense pagada a precios preferenciales, la invasión de las tierras de la reserva y el consiguiente despaje se aceleró. Hay mestizos que emigran hacia Bosawás porque son campesinos pobres o llegan desplazados de las áreas urbanas, también por razones de pobreza. Pero la red en que ellos mismos caen está formada por negociantes poderosos, traficantes, intermediarios y aventureros dispuestos a matar.
En el año 2001, los mayangnas fueron favorecidos por un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el caso Awas-Tingi, que otorgó a los pueblos indígenas de Bosawás el derecho a poseer un territorio colectivo y en 2008 el Gobierno tituló a su favor, en base a esta sentencia, cerca de 80 mil hectáreas de tierra, pero todo esto fue papel mojado.
En el año 2005, Elaina Rufos, habitante de una de esas comunidades agredidas, declaraba: “Ahora tenemos problemas porque llegaron tres grupos de mestizos. Ellos fueron mandados por el Gobierno y ellos quieren trabajar ahí. Dicen que quieren comprar el bosque y nosotros no admitimos”. En el año 2013, el primer mayangna, Elías Charles Taylor, fue asesinado, principio de una larga cadena de crímenes y agresiones que, en lugar de cesar, más bien recrudece. Los colonos se valen de artimañas legales frente a una comunidad que tiene medios muy escasos para defenderse: “Hemos encontrados a colonos con escrituras públicas que abogados y notarios han hecho, pero todas son falsas”, decía en julio de hace dos años el dirigente mayangna Javier Hanzak, cuando las tierras de la reserva sufrían otra de sus constantes invasiones violentas.
El 29 de enero de 2020, 80 hombres armados con fusiles de guerra, rifles de cacería y machetes, de un grupo llamado “Kukalón”, asaltó a la comunidad mayangna de Alal, cerca del poblado minero de Bonanza. Mataron a seis pobladores e incendiaron 16 viviendas, mientras las mujeres, niños y ancianos corrían a esconderse en el bosque. Diez de los pobladores se hallan desaparecidos, entre ellos el representante del gobierno comunal, jueces y guardabosques. “Mataron a nuestros hermanos con machetes, cuchillos y balas. Muchos se quedaron sin vivienda y recursos económicos”, dice Byron Bucardo Miguel, uno de los líderes del poblado. Hasta ahora, solo uno de los agresores ha sido capturado por la policía y ya se encuentra seguramente libre.
“Como nunca, la protección de la naturaleza está ligada a la existencia de los seres humanos que habitan en sus espacios, ligada a su integridad, a su dignidad”.
Gustavo Sebastián Lino, presidente del territorio mayangna Sauni As, denunció tras los hechos que “nuestras comunidades han sido amenazadas, masacradas y explotadas. Hemos visto que el Gobierno ha hecho decretos y acciones que solo quedan en papeles. Una de ellas es la creación del batallón ecológico que fue pensado para dar seguridad a nuestras comunidades y nunca las hemos visto por aquí”.
A quienes ocupan los territorios indígenas de Bosawás, en busca de sacar riquezas de la ganadería y de la madera tumbada, les es completamente ajeno el mundo de los mayangnas y de los misquitos, sus creencias ancestrales y su convivencia armónica con la naturaleza, el carácter sagrado que para ellos tiene la selva, los árboles, los ríos, sin los que su existencia, como comunidades, no se justifica.
En su hábitat cultivan pequeñas parcelas de arroz, frijoles, plátanos y yuca, y la caza y la pesca siguen siendo también su fuente de subsistencia y fuente de proteínas. Es parte de su milenaria forma de vivir en paz con la naturaleza junto al caudal de los ríos.
“Somos un grupo indígena que vive a la orilla de pequeños ríos, afluentes de los ríos Prinzapolka, Coco y Wawa. Somos personas humildes y a la vez muy orgullosas. Como etnia somos conservadores de la naturaleza y vivimos rodeados de seres vivos, tanto vegetales como animales”, dice un mayangna, cuyas palabras tomo de un documento de la UNESCO.
La población mayangna está calculada en unas 20 mil personas, una minoría que, si no tiene la protección política y social adecuada frente al vandalismo, al crimen y depredación, difícilmente podrá sobrevivir. Y solo se sabe de ellos cuando son agredidos y cuando de los ataques resultan indígenas muertos como lo estoy ahora relatando.
Frente a la desidia y el olvido, el gran pulmón que es Bosawás se irá reduciendo de tamaño a paso acelerado y con ese espacio vital irán desapareciendo también sus habitantes, expulsados o asesinados. Y el “nosotros”, que significa la palabra mayangna, se disolverá en la nada.
Estas que les cuento como escritor, como cronista, son historias reales que desafían la imaginación y desafían a los narradores a contarlas. Como nunca, la protección de la naturaleza está ligada a la existencia de los seres humanos que habitan en sus espacios, ligada a su integridad, a su dignidad.
Cuando el Conde de Puñoenrostro le pide al cronista Herrera que enmiende las verdades que escribe sobre los excesos y tiranías de su abuelo Pedro Arias Dávila, primer gobernador de Nicaragua, lo que quiere decir primer tirano del país, aquel le responde, el cronista, y así lo recuerda Ernesto Cardenal en su hermoso poema “El estrecho dudoso”: “No debe el cronista dejar fascer su oficio”, lo que traducido al castellano moderno quiere decir: nunca hay que callarse.
* Charla basada en textos y artículos que el mismo escritor publicó en distintos medios.
Foto: Jorge Cerdán.