Hoy, Justo Obidio Arizapana Vicente falleció en la ciudad de San Vicente de Cañete a las 9 y 30 de la mañana. La triste noticia fue anunciada por sus familiares, quienes lo atendieron hasta el final.
El deceso de Justo Arizapana no fue a consecuencia del coronavirus, sino por las secuelas del derrame cerebral que sufrió en 2011. Desde aquel episodio, su salud no fue la más óptima agravándose en estos meses de cuarentena. Antes de fallecer fue trasladado a Lunahuana en búsqueda de un mejor clima, pero regresó a su pequeña habitación. Días siguientes, lo llevaron a San Vicente de Cañete, donde le sobrevino una crisis que no pudo ser controlada.
Los restos se velarán en su añorada casa del AA.HH Augusto B. Leguía – El Desierto (Nuevo Imperial, Cañete), donde vivió sus dos últimos años de vida. Luego, será enterrado en el cementerio de Catahuasi (Yauyos), de donde es oriundo.
El testigo clave
Justo Arizapana fue el testigo clave para el descubrimiento de las fosas clandestinas de Cieneguilla y Ramiro Prialé, que permitió a los reporteros de la Revista Sí encontrar los restos del profesor y los nueve estudiantes de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta, en junio de 1993.
Un año antes, las víctimas fueron secuestradas de la residencia universitaria en la madrugada del 18 de julio de 1992. De su destino y eliminación no se tuvo noticias hasta abril de 1993, cuando el congresista Henry Pease presentó una información enviado por la agrupación contestaria y secreta León Dormido, formado por oficiales del Ejército peruano en los tiempos de la violencia política.
El Congreso Constituyente Democrático (CCD) del régimen de Fujimori se vio obligado, en medio de la presión internacional, a formar una comisión investigadora que más adelante encontró evidencias que responsabilizaba a aquel gobierno emergido del autogolpe del 5 de abril de 1992, y que halló evidencias sobre la participación concreta de altos mandos del Ejército y del Servicio de Inteligencia Nacional.
El informe de la comisión investigadora, presidida por el congresista Roger Cáceres, fue rechazada por la mayoría parlamentaria. Por si fuera poco, se aprobó otro informe que eximía de responsabilidades a dichas autoridades. En el debate, se arguyó inclusive que los desaparecidos sencillamente habían enrolado en las filas de Sendero Luminoso. Todo el proceso investigativo de la comisión investigadora era seguido de cerca por el equipo periodístico de la Revista Sí.
A fines de abril de 1993, en una quebrada de la carretera de Lima-Cieneguilla, los perpetradores se asomaron con los restos de los desaparecidos de La Cantuta. Era de madrugada, cuando fueron vistos y seguidos por Justo Arizapana, oculto en la oscuridad. El reciclador fue testigo de como cavaron y enterraron los restos chamuscados en un descampado. Sospechó de que se trataba de los desaparecidos de La Cantuta. Él estaba ahí porque recogía cartones, fierro y plástico del basural, ubicado en el ingreso de la quebrada.
Se guardó el testimonio hasta fines de junio de ese año cuando se enteró que la comisión investigadores del Congreso iba a concluir sus labores. No quiso quedarse con el hallazgo y acudió con el presidente de la comisión investigadora. Entregó un plano además de una muestra de huesos chamuscados que, finalmente, tras muchas pruebas de ADN, tierra, ropa y llaves comprobaron que esos restos, y los que fueron encontrados en otro agrupamiento de fosas en el campo de tiro de Ramiro Prialé (La Tarjea), pertenecían a los desaparecidos de La Cantuta. Sin ese testimonio no habría sido posible que se supiera la verdad.
La justicia militar se vio obligada a sentenciar sumariamente a algunos de los responsables en 1994, pero al año siguiente estos fueron amnistiados. El caso tuvo que ser reabierto por decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a la caída del régimen fujimorista. En 1999, un tribunal de la Corte Suprema de Justicia tras un debido proceso sentenció a los responsables encabezado por el expresidente Alberto Fujimori.
Esa sentencia hubiera sido imposible sin la suma de esfuerzo de diversos sectores sociales y sin ese primer testimonio de Justo Arizapana Vicente.
Una vida no tan justa
Justo Arizapana tuvo una vida desafortunada. A los 17 años fue condenado ilegal y forzadamente a diez años de prisión por apología al terrorismo. La única evidencia que se encontró fue la amistad que tenía con un emerretista, que participó en un evento de defensa de tierras en una comunidad de Cañete y que provocó la muerte de un policía.
Pasaron diez años de su vida encerrado hasta que fue liberado. Trabajó como reciclador, labor que le permitió ser testigo del caso La Cantuta. Desde entonces, vivió con el síndrome de persecución. Más tarde, nuevamente, fue encarcelado por supuestos delitos comunes. Tiempo después salió libre.
Vivió como un paria durante mucho tiempo. Incluso, no tenía DNI. Pero a pesar de las desgracias fue un hombre que por sí mismo trató de instruirse y seguir adelante. En sus tiempos como prisionero fue responsable de las bibliotecas de El Frontón y Lurigancho.
Este año se le reconoció una pensión por su condición de discapacidad la cual iba a comenzar a disfrutar. Pero Justo se ha ido, con pena y sin gloria. Hasta hoy, el Estado y la sociedad no saldaron las cuentas que pendientes con esta persona modesta que fue protagonista de un acto tan trascendental.
Hasta siempre, Justo.